Cuento: El Alpinista.
El Alpinista
Escaló
los Alpes como un buen deportista veterano que era y allí tuvo que luchar
contra ventiscas y monstruos de las nieves. Se quedó extremadamente flaco a
consecuencia del hambre y de la cura de las muchas heridas que cubrían su
cuerpo. Tuvo la oportunidad de visitar pintorescos pueblos de la zona, donde se
refugiaba de las tormentas y avalanchas.
El
alpinista tenía la habilidad de llegar puntual a sus destinos; tenía una
técnica original que consistía en detenerse a grabar anuncios para la
televisión, doblados posteriormente por el mismo; podía vender desde un
delantal para los más cocinitas hasta un taladro para los más manitas de la
casa. Viajaba acompañado de un elefante hembra de cuernos invisibles, bajita y
vestida con telas orientales de colores vistosos. Dormía hasta en las cuevas
más minúsculas y no necesitaba de calderas u hogueras para deshacerse del frío.
Su
destino final se le hizo más difícil de lo que esperaba, por lo que, a través
de señales de humo, logró que el piloto de su dirigible lo hallara. Se lastimó
al subir al zepelín; las impurezas que antes protegían su piel se rasparon con
la soga de la escalera que colgaba del vehículo volador. Tomó una taza de
chocolate a temperatura tibia nada más llegar a su castillo y jugó con sus
amigos al Uno a punta de navaja. Fue derrotado en las primeras partidas,
provocándose así un guirigay de vociferes insoportable. Las tiritas adhesivas
que cubrían su piel se despegaban y dejaban a la vista sus poros abiertos. La
escena era especialmente lamentable.
Tanto
que su pareja tuvo que venir a poner paz al salón. Repartió cerezas del bol de
su merienda y calmó a los asistentes a la partida. También aprovechó para dar
una mala noticia: se había producido un deshielo en los Alpes que iba a impedir
al alpinista viajar al día siguiente a su nueva expedición.
Uno
de sus amigos, el embajador de Italia, resopló indignado ante la información
que acaban de escuchar sus ojos y se quedó tieso ahí mismo. Los sirvientes
tuvieron que atenderlo y llevárselo a unos de los dormitorios de invitados para
que se repusiera.
Otro
de los amigos, más bien, otra de sus amigas era la bruja de los Alpes, una
mujer a la que secuestró cuando esta pretendía envenenar al escalador con
mercurio. La hechicera, ante la noticia, se marchó a toda prisa con el
cochecito de sus hijos abortados.
El
tercer invitado era el oculista del alpinista, un amante de la ciencia y entomófago
experto en mariposas que había vaticinado aquella catástrofe y que, al escuchar
lo sucedido en los Alpes, se enfrascó en uno de los muchos libros que llevaba
siempre consigo.
El
último invitado a la partida era el tenor, un contrabandista de las montañas,
ya retirado del mercado, que había estado observando en los últimos años
ciertas erosiones de hielo y nieve que podrían estar relacionadas con el suceso
del deshielo repentino en un invierno tan frío como era en el que se encontraban.
La
pareja del alpinista, ante tales reacciones, quiso echarle una mano a su marido
y a los amigos de este. Prolongó el drama durante unas horas, tiempo que dedicó
a investigar en la biblioteca interminable de su esposo acerca de los imanes y
de cómo estos podrían estar afectando al desastre natural que estaban viviendo
tan de cerca. Esa misma tarde, y sin pensarlo demasiado, cogió su coche y
condujo hasta una granja de abejas cercana a su mansión. Por desgracia, durante
ese viaje, cayó al lago con el automóvil y se hundió sin que nadie supiera que
estaba por la zona. La laguna se congeló al mismo tiempo que lo hacían sus
recuerdos; justo antes de morir le vinieron a la mente y al sentido del gusto
las golosinas que comía de niña en su pueblo de los Alpes.
El
alpinista, ajeno a los dramáticos acontecimientos de la muerte de su esposa,
destapó al embajador y, con la ayuda de un traductor, le pidió que tomara el
control de la situación. El anciano diplomático subió en su coche oficial junto
al resto de invitados y con la fiel compañía del escalador. De camino a la
embajada, un coyote se cruzó en mitad de la carretera y, para no atropellarlo,
el conductor dio un volantazo y se vieron en mitad del lago ya congelado. Bajaron
todos y se quedaron fascinados ante la dureza del hielo de ese lugar. No había
explicación alguna para lo que se había encontrado.
A pesar de los limitados conocimientos de los hombres, hicieron un reconocimiento a pie por el terreno y, como era de esperar, el alpinista encontró hundido bajo el agua helada el coche de su mujer. Picaron el hielo entre todos y quisieron sacar el cadáver para darle sepultura, pero el cuerpo no estaba allí. Ni ella, ni las abejas, ni el oxígeno en sus pulmones.
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