Cuento: El Orgullo.
El Orgullo
La
enfermedad ya no le permitía ser él mismo. Sus mostachos caían tristes sobre sus
labios, la laringitis no le permitía omitir palabra, el dolor de espalda lo
había dejado paralizado y los alambres que sujetaban sus manos y sus pies a la
cama habían provocado unas rozaduras infectadas que ya no lo motivaban a luchar
por escapar de aquel lugar.
Las
ratas pululaban por las esquinas de la habitación, la cual estaba empapelada
con un diseño perturbador de carpas indias y espinas. Sus tartamudeos de voz
rasgada no eran escuchados por aquellos que lo alimentaban. Tampoco podía
dormir, sus desvelos nocturnos y los estruendos durante el día solo dejaban que
hiciera pequeñas siestas para resistir al encierro.
Estaba
cubierto con capas y capas de sábanas y mantas de pelo sintético, las cuales le
servían en las noches heladas, pero subían todavía más su temperatura corporal
cuando no lo necesitaba, por lo que se asaba de calor durante el día. Su
alimentación tampoco lo ayudaba, pues todo estaba cocinado con mantequilla y el
cuerpo que había tardado años en esculpir ahora estaba flácido y grasiento;
esto lo avergonzaba tanto que prefería no mirarse a él mismo, sino al techo en
blanco o a las siniestras paredes.
Aunque
no había ventanas, a través de la puerta podía escuchar la música del carnaval
y se imaginaba a sí mismo con su disfraz preparado para la ocasión, en el cual
había invertido una cantidad de dinero ingente, y se veía en el pedestal más
alto del concurso posando con su traje y su maquillaje de guerrero. Echaba de
menos su antiguo aspecto y su libertad y, sobre todo, su salud de hierro.
Soñaba
en sus siestas que seguía en la hamaca de su jardín, pero, de repente, aparecía
un elemento pesadillesco, como un terremoto que destruía su casa de vacaciones
o una mafia oriental que lo secuestraba y lo encerraba en un cuarto rojo de
tortura o unos animales salvajes que lo atacaban al ritmo del cabaret o unos
soldados que izaban su cuerpo en un mástil cual bandera conquistadora o un
gigante que lo utilizaba de maleta y guardaba en el interior de su estómago sus
pertenencias.
Sus
secuestradores se comportaban como jueces ante sus pensamientos. Castigaban las
palabras que no eran pronunciadas de manera adecuada. No se cubrían los pechos
en su presencia, ni siquiera con una blusa de seda fina. Surcaban en su mente
para eliminar cualquier ápice de tradición y conservación de ideas. Le
mostraban imágenes fotocopiadas de depravación, sodomía y aberraciones.
El
hombre no podía hablar ni gesticular ni salir corriendo. El hombre tuvo que acostumbrarse
a la presencia de los captores afeminados. El hombre acabó llorando de pena por
el sufrimiento que estos le mostraban en esas imágenes. El hombre se daba asco
a sí mismo. El hombre fue liberado y salió a bailar al carnaval. El hombre cayó
del escenario y murió en el acto de un paro cardiaco.
El
desfile continuó. La música siguió sonando. Las banderas no se pusieron a media
asta. Los niños bailaron a su alrededor para despedirse del hombre para siempre.
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