Cuento: El Adivino.
El Adivino
Se embolsó millones de euros en un mes como adivino. Su técnica consistía en estrangular a sus presas dando vueltas alrededor de la estatua de un oso sin garras. Corría cual deportista sujetando a sus víctimas como pesas de halterofilia. La sombra de su maldad alcanzaba los planetas. Colocaba las cabezas de sus clientes en fruteros de cerámica, junto a la cafetera donde cada mañana se preparada un delicioso café en una preciosa taza. Buceaba en el líquido marrón en busca de respuestas del oráculo y se apostaba con él la potestad para ejercer la disciplina de la adivinación. Siempre acababa abriendo el grifo y vertiendo el agua de las cañerías sobre las mentiras de ese vaso de porcelana.
Tras este ritual, continuaba lanzando rayos de luz curvados contra las nueces del cuello de sus torturados. Toda una laguna tenía para él en un poblado cubano. Heredó aquella casa de la colina de su mamá, ella era transportista, no bruja, pues no poseía corneas, pero sí manos con las que robar. La perdió en un laberinto, la vio torcer hacia la derecha y, por mucho que trepó aquellos muros, no la encontró. Festejó su pérdida sacrificando su ganado y vendiendo los armarios donde guardaba sus ropajes de gala. Quemó con su encendedor los dientes podridos e infectados de los animales en una enorme hoguera. El resto de sus vestimentas las lavó en el río, allí halló a su primer amor, una mujer que pedía auxilio porque su hijo se estaba ahogando. El adivino agarró el pie desnudo del niño, mas este quiso defenderse y murió. Su madre marcaba cada mañana los días que pasaba junto al adivino en el almanaque de la cocina, porque estos se multiplicaban, aunque el tiempo se hubiera detenido. El banco llamaba cada mañana para desahuciarles, la pareja aludía una enfermedad para no pagar sus deudas. Les quitaron la luz y encendieron una fogata en el piso.
Esa
noche ella luchó con todas sus fuerzas contra su marido al que nunca había
entendido. El traductor que los acompañaba digitalmente solo pronunciaba
palabras de muerte. El adivino clavó la cabeza de su esposa en una pica e
imprimió la traducción de sus profecías para mostrárselas a todo el pueblo. El
calor aumentaba en la habitación, ya no le quedaba nada, solo las cuerdas que
dejó en un sitio secreto de la casa. Fue a por ellas, arrastró a su nueva
adquisición hasta el sótano con el resto de su colección y las dejó todas bajo
llave y protegidas por unas trampas con hilos de pescar. La pérdida de su novia
lo hundió en la tristeza absoluta. Dio las gracias a sus dioses extranjeros y
duplicó su alma para atrapar una en la Tierra, pero volar a las estrellas con
la otra.
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