Cuento: El Desierto.
El Desierto
Hubo una vez un hospedaje en el desierto. Los camellos circulaban por las dunas escamosas uniendo sus fuerzas con una soga para llegar al oasis. Cada mañana el posadero pronunciaba su repetitivo sermón y realizaba el test pertinente a sus fieles. Aquellos que no pasaban el examen eran enviados a los calabozos con una sola pertenencia en su poder: un cascabel. Este objeto les servía para exigir la atención de los visitantes del hotel con el fin de recibir los alimentos necesarios para no morir de hambre. Un bonito perro guardián los vigilaba día y noche, y sus acciones eran las únicas que los encarcelados observaban durante el resto de su vida. Nunca conseguían ayuda, ni asistencia médica siquiera cuando se encontraban enfermos. Su única oportunidad era la llegada de nuevos turistas, quienes como no tenían permitido sacar a aquellos hombres de sus jaulas, los cebaban con restos de sus manjares. Los huéspedes multaban a quienes se atrevían a dirigirles la palabra a cualquiera de ellos.
Un día un niño húngaro que había viajado a aquellas tierras lejanas decidió jugar con los columpios que había cerca de las rejas que daban al sótano del hospedaje. Cogió una rama que encontró y recorrió corriendo el camino de rejas al tiempo que las golpeaba. Uno de los prisioneros pidió al chiquillo un poco de margarina, petición que al principio descuadró sus expectativas. Mas, finalmente, volvió al interior del comedor y robó un taco de mantequilla. Cuando se lo entregó a los encarcelados, no se esperaba que estos lo utilizaran para escapar de su cárcel permanente. El jefe que organizó la huida agradeció al niño su ayuda y le regaló su cascabel junto con una aguja de coser. El grupo de fugitivos huyó del lugar para siempre. Sin embargo, el perro guardián apareció de la nada, con arena en las patas y un fuerte ladrido.
El niño se asustó, tanto que salió a
toda prisa y fue perseguido por el animal hasta el interior de la prisión. Cada
tintineo del cascabel que se producía con la carrera ponía más rabioso al
sabueso. El niño quedó atrapado, sin posibilidad alguna de salir de allí en
toda su vida. La aguja fue su mejor compañía años después, fue la que le asestó
la puñalada final con la que escapar de ese encierro eterno.
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