Cuento: El Fin del Mundo.
El fin del mundo
El
frasco de veneno estaba sobre mi mesa junto a las fotos de mi familia y amigos
más íntimos. Detrás de mí estaba mi invernadero con los reptiles más peligrosos
del mundo: uno de cada especie.
Un
neumático sin la llanta colgaba del techo a un lado de la habitación. Al otro
lado, en un marco vintage, una polémica portada de la revista Hola que se
tenía que leer con la cabeza inclinada hacia la derecha.
Y
justo enfrente, había un enorme ventanal con vistas a la iglesia en cuya puerta
un desobediente ciudadano aparcaba su motocicleta, la cual tenía que ser movida
cada domingo por el párroco.
Amaba
observar como una diosa los proyectiles impactando contra aquella sede
religiosa, tan inocente como el pobre cajero de supermercado que había sufrido
las consecuencias de la onda expansiva y estaba tirado en mitad de la calzada
sin ninguna ayuda a la vista.
Una
orquesta sonaba dentro de mi cueva, de mi sospecho despacho en un edificio
gemelo detrás; quizá por eso tardaban tanto en venir a por mí, se habrían
confundido de portal. Este espacio surrealista era mi guarida secreta en un
último piso desde el cual podía ver desfilar por las calles a nuestros
atacantes.
Estos
divergentes tiraban a mis compañeros al río o desde lo alto de los edificios
oficiales. A mí me querían hacer volar como un pájaro, al igual que al resto.
Eran descendientes de unos demonios vivientes. Plagiaban las técnicas de tortura
y matanza más crueles. Vestían con uniformes militares y con cuernos de
rinoceronte.
Ellos
eran jóvenes y venían del mar. En sus barcos cargaban sus armas de destrucción
masiva. Yo los miraba desde mi ventana con el tóxico en mi mano derecha. El portero inglés de mi edificio ya estaba
muerto, con la cabeza en los pies (o era al revés). El Estado también había
caído a nuestros pies.
El
cura de mi iglesia barría desnudo en las ruinas de su templo, tal y como lo
dictaba la ruta de su naturaleza. Sus monaguillos y sus nietos agonizaban en
los cepos de metal en los que se había visto atrapados en un intento de huida
desesperada.
Una
de mis culebras había escapado y recorría mi despacho a sus anchas. Su
movimiento me hipnotizaba. La capital había sido conquistada por los
sublevados. Las esposas de los soldados luchaban mano a mano con ellos y contra
nosotros.
Habían
cambiado nuestro idioma. Habían destruido las aduanas. Habían invadido el
planeta. Yo cronometraba su llegada; mi alarma estaba a punto de sonar. El
frasco de cianuro rozaba ya mis labios.
Explotó
una farola. Una tormenta empapó mi ropa. Un nido de pájaros cayó al suelo desde
un árbol lejano. El tazón de los cereales con leche de los hijos de mis vecinos
se rompió con un tiro de metralleta. Mi brazo perdió el impulso y el contenido
del botecito se derramó por la moqueta.
Hacía
frío en aquella camioneta. Había gastado todas mis fuerzas. En el frigorífico se
estaban descongelando las llamas. Ya no se podía jugar al baloncesto en aquella
pista pública. Los ateos rezaban desde sus terrazas. La violencia se había normalizado
entre los hippies.
Se
anunció mi muerte por enfermedad. El conductor de mi furgoneta iba borracho y
con la prostituta al lado. Caímos los tres por el puente, a una altura
indiferente.
Comentarios
Publicar un comentario