Cuento: La Cabeza.

La cabeza


Tras el sacrificio enterramos el cuerpo en lo alto de un bajo monte erosionado. Lo elevamos con ayuda de una grúa y subimos con el cadáver con el fin de colocar una lápida. Le pusimos un mensaje de despedida en alfabeto griego; más que palabras, parecía un dibujo abstracto. La niebla nos rodeaba junto a aquel nuevo pararrayos (el metal de la losa iba a ejercer a partir de ese momento esa función) y solo llevábamos una pequeña linterna con cargador manual.

Acudimos lo más rápido que pudimos al domicilio de nuestra víctima. Un rótulo enorme nos invitaba a entrar a la taberna de al lado, pero no lo hicimos. Nos quedamos ahí de pie frente al portal. Mis alumnos de medicina y yo íbamos descalzos y teníamos tendidas nuestras batas blancas con pinzas en el tendedero de su casa. Nuestros disfraces de operarios nos facilitaron la entrada su hogar. Allí se encontraba la escena del crimen, los restos de una historia de tragicomedia contada al revés.

Llamé a mi abogado de la lucha activista; él vino en barco con el brazo fracturado. Su llegada al piso fue casi onírica. Un viejo parado vestido de negro con unos dados en las manos y unas cadenas rodeando su cintura. El hombre registró la habitación: instrumentos de viento, almohadas y probetas contaminadas, y, tras un biombo, la cabeza del fallecido con un picador de hielos clavado en la sien y un colador rebosante de coágulos de sangre podridos.

Mis alumnos salieron del edificio y se pusieron a descargar el barco del abogado, el cual portaba un par de cajas con mariscos. Mientras tanto, yo observaba al que había sido mi maestro durante mi etapa de juventud; mi profesor se rascaba el bigote y pronunciaba una serie de palabras de una lengua que me recordaba a las del este de Europa. Encendió una hoguera en el salón con una actitud despreocupada; era el pan de cada día para él.

Los muchachos volvieron y no se atrevían a pronunciar ni media palabra ante la imagen que estaban presenciando. El abogado, ya vestido de carnicero, había conseguido hacer gemir a la cabeza. Todos nos tapamos las orejas asqueados y aterrorizados. Mi viejo maestro había sacado el arma de la frente de nuestra víctima y estaba limpiando la sangre de su ropa en una pila con agua y jabón con los gritos de la cabeza de fondo; para él sonaba como una preciosa balada de rock.

Encerramos la cabeza en un cofre con varios candados y lo guardamos en el depósito del barco de vela del abogado. La naturaleza se contagió de nuestro miedo: los perros del barrio ladraban, los gatos maullaban, las vacas mugían y los vientos de nuestra Alemania no recordaban haber permitido este crimen. Mi abogado privado nos llevó a la muralla que dividía la ciudad en dos a través de la laguna. A lo lejos veíamos el cementerio público y a los vampiros devorando los sesos de los recientemente fallecidos como si de fideos se trataran. Escupían la grasa y mercantilizaban la sangre pagando por plumas (mi pronóstico de futuro era cada vez más turbio).

Uno de mis estudiantes, nada más alcanzar la muralla, comenzó a tener alucinaciones. Lo tumbamos en una camilla improvisada con cañas e hilo de pescar. Sus colmillos le crecieron en pocos segundos al tiempo que nos dirigíamos a la puerta de salida. Cubrimos su cara con la capucha de su sudadera; nadie podía sospechar de su transformación: era la clave del éxito de nuestra misión.

Un grupo de huelguistas desesperados taponaban la salida y eso hizo enfurecer al abogado, quien buscaban entre sus cosas las hojas que nos permitían la emigración. Su competencia era sacarnos de la ciudad antes de que todo se nos fuera de las manos. Antes de que mi alumno saltara de la camilla, cogiera una rama y nos estrangulara uno a uno para vendernos como carne fresca.

Anoté en mi libreta, antes de morir, esta historia sangrienta.

Aquella noche perdí la cabeza.




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