Cuento: La Chica del Trap.

 La chica del trap

La deportaron por ser una artista del trap que hacía sonrojar a su público, no por su mensaje, sino por cómo movía las caderas de arriba abajo y de lado a lado, como una batidora; agitándose ella era cómo agitaba a las masas de fans que la seguían de una ciudad a otra en su gira. Su educación como cantante le había enseñado que, para hacer buena música, debía despertar una revolución; y que, para llegar a su máxima expresión, tenía que utilizar a su público como ratas de laboratorio con un destino trágico inminente e imparable. La chica trapera se dedicaba a sobrevolar el cielo izando una bandera blanca manchada con la sangre de sus enemigos y, con ella, invocaba al mago-escapista más peligroso de todos.

Ella era luz desde que su madre la trajo al mundo y, diciéndole un simple, aunque dulce “chao”, la lanzó al río en un cesto de mimbre, que se convirtió en un envase perfecto para atrapar a sus presas.

Y después de muchas rayas, de viajar al Himalaya, de hacer múltiples huelgas de hambre y de buscar incansablemente la armonía adecuada, se lanzó al cemento húmedo y encalló sus pies en él. Todo esto, a pesar de todo, y, sobre todo, multiplicó sus posibilidades de llegar a la fama y poder así colocar sus discos en un marco y tras un cristal impenetrable en el que fardar sobre sus logros.

También le dio por la acupuntura, por lamer sapos y por evadir impuestos en paraísos fiscales para nada parecidos a los edenes que se había imaginado en sus sueños. Contrató una secretaria que organizara su agenda de tristeza y que usara una vara y un martillo contra ella cuando se equivocara. Ganó la lotería y le dio por los cítricos. Encendía hogueras sobre las tejas del tejado de su mansión de siete habitaciones y media. Compró un mono y un ciempiés para aprender a dejar de dar traspiés y no perder por culpa de estos todo el oro que había acumulado gracias a su música. Presentó su candidatura por la presidencia de un gobierno anarquista con el fin de ganar seguridad, y lo hizo con un amargo portafolios repleto de falsas ideas y esperanzas. No puso su nombre, nunca lo ponía en ninguna parte, nadie en la ciudad lo conocía, ni siquiera su padrastro, el cual se dedicaba a pronosticar tormentas en el desierto.

Nuestra artista se levantaba cada mañana con el canto de un gallo que picoteaba sus flores y se escapaba todas las noches para hacer rabiar a la trapera. Ella tartamudeaba mientras soñaba, pero durante el día su métrica era impoluta, transparente; de sus rimas conseguía ingresar millones. Ella era un faro en la oscuridad que atraía a los barcos a un valle inexpugnable, a un laberinto relleno de fresas envenenadas con un aerosol de arsénico y aroma de lavanda. Odiaba los dibujos animados, así que preparaba batidos siguiendo el compás de sus bandas sonoras. A diario estrenaba alguno de sus futuros grandes éxitos en la industria musical y se entrometía cual piraña para devorar a sus contrincantes. Iba de acá para allá, almorzaba, y continuaba con ese círculo vicioso doméstico.

Un día se hizo actriz porque se lo aconsejó un test de Internet que decía: “Te diremos qué profesión es la ideal para ti según el recipiente que utilices para comer queso”. Los resultados de este cuestionario fueron algo diferentes; la invitaban a ser un técnico de aires acondicionados, pero como ella nunca fue una buena estudiante, decidió repetir el test hasta obtener el resultado que quería. Pasaba de fingir que era una buena bailarina o que podría trabajar en un zoológico donde dar cacahuetes a los elefantes que, según ella, procedían del Polo Sur.

En resumen, captó el mensaje y concluyó que la profesión que más la definía era la de actriz de Hollywood; ella solo quería ser una estrella costase lo que costase. No sabía inglés, no tenía de puñetera idea, mas creyó que bastaba con quemarse bajo el sol en la playa, comerse un trozo de tortilla de patatas con paella y darlo todo de ella. Pensó que imitando el comportamiento de los turistas ingleses de Benidorm cultivaría así la semilla de la lengua inglesa.

También viajó a Brasil, pero al llegar allí, se dio cuenta de que no le iba la samba, ella era más de trap. Se embarcó en una visita por el río Amazonas (a ella le encantaban los ríos porque había nacido en uno), pero no se daba cuenta de que la rueda de su vida estaba desgastándose y de que, en teoría, le quedaba poco para acabar bajo una lápida de mármol fría y gris. Y viéndole el lado positivo, al final ella solo quería descansar.

Así que cayó en el cliché de ver su vida pasar en pedazos por su cabeza, y se acordó del colegio al que nunca fue y de los coches que nunca llegó a conducir por pereza y falta de autoestima; cada una de las etapas de su corta vida. Ella pensó que era una gema preciosa de la televisión, pero olvidó comprobar el compartimento del chaleco salvavidas. El motor de su lancha falló y comenzó su cuenta atrás para convertirse en un fiambre más en el mercado editorial. De nada había servido teñirse el pelo de verde, esperar miles de veces en las paradas de bus o salvarse de aquella expedición al triángulo de las Bermudas; nada de eso tenía sentido en el momento en el que su barca a propulsión volcó. Tampoco funcionó tocar la bocina una y mil veces, ningún acto consciente o inconsciente iba a retrasar mucho más la lectura de su testamento falsificado.

La lectura en público del testamento se hizo en un taller de costura llamado “La berenjena morada”, ¡bendita redundancia! Un señor regordete hizo llorar al matemático que se sentaba en primera fila con un espacio libre a su lado y un cigarrillo de hierba encendido con una cerilla desgastada. La trapera les dejó a todos sus volúmenes de enciclopedias y un palé de ladrillos de su casa a cada una de las personas que se había cruzado durante su corta vida.

Un vagabundo se acercó a su ataúd y le hizo cosquillas a su cadáver con fuerza, lo trató como a un pollo asado. Nuestra artista no llegó a casarse ni a copiar nunca en ningún examen ni a tomar nota en un curso de fotografía intensivo. La rueda del tiempo la llevó a ser una cantante de trap famosa, sin necesidad de compañeros de grupos que la traicionaran y sacaran discos en solitario sin ella o sin tener que montar una gran puesta en escena frente al Obelisco. La trapera no acabó en una papelera, sino que terminó viviendo en las estrellas con las nalgas fuera del pantalón y una camiseta sin mangas. Eligió ascender a los cielos en un funicular mexicano colgado allí sin instrucciones.

Todos sintieron celos de ella y pensaron que la podrían guardar hecha cenizas en un jarrón en aquella tienda de alta costura, mas, ¡pobre de ellos!, no conocían el grado de habilidad de la cantante, la incineraron en balde.

Peldaño a peldaño, por muy pesada que fue la subida al espacio exterior, descubrió, al cruzar la línea de la atmósfera final, que el calcio de sus huesos se desintegraba, que perdía densidad desde el hombro al talón. No conocía la receta para la muerte, pero sabía que tenía que desprenderse de su cáscara y convertirse sin más preámbulos en el dichoso gas. Sin palas ni reglas, se abrió en canal y cedió honradamente su ente corpóreo. Luchó desde la selva amazónica hasta la realidad de su final, limpiándose primero los zapatos en el felpudo de la puerta violeta a los cielos. Se enfrentó a vampiros en calzoncillos rociándoles con el polen de un girasol.

Y por vez primera, vio la luz, la misma que la vio nacer a ella. Se evaporó sobre una manta de estrellas que desfilaban para ella con pancartas y cantando sus canciones. Sintió claustrofobia al principio, olía a naftalina y a dinero, mas estaba ya en la eternidad, el reloj de arena se había consumido y de su cuerpo ya no quedaba ni una sola célula, habían sido declaradas criminales con una pena de muerte. Las vendas que cubrían sus heridas en aquella parte de la geografía se esfumaron tras tragarse aquella pastilla que la hizo teletransportarse a Mercurio.

Un locutor de radio tartamudo y puesto de caballo anunció su funeral con mucha energía y se comió unas anchoas y un chupito de cianuro. Sonó el himno nacional y las esposas se vieron presionadas a recoger todo el embutido y el pescado que encontraban en sus bunkers. Todo el país tropezó por llevar pantuflas en fangos y arenas movedizas. Y las urracas ladraban desde lo alto de las copas de los árboles de los rascacielos.

La artista trapera recibió el premio y la condecoración por toda una trayectoria musical intachable y dio un aburrido discurso que hizo salir al pueblo a las barricadas. El termómetro subía en el valle y el trap pasó a ser una asignatura obligatoria que estudiar en las escuelas. Las cicatrices y los secretos empezaron a ganar concursos y a ser recompensados con trofeos. Comer pizza era una ofensa, porque ella ya no estaba aquí para catarla, ni siquiera estaba permitida la hawaiana que tanto odió en vida nuestra protagonista en la Antigüedad, por mucha hambre que se tuviera. Tampoco se podían usar los bidets de los hoteles, ¡valiente y osado quien se atreviera! Las modas cambiaron y nuestra artista trapera fue renombrada como La Amazona.

Perdió contra la pólvora, pero ganó contra la comisaría y agarró al toro por los cuernos. Estalló un movimiento liderado por gallinas que pretendía callar bocas y ella era su inspiración. Siete notas musicales invadieron las orejas de los habitantes radiantes de pasión. Gracias a la chica del trap el mundo entero explotó y nada ni nadie pudo contenerlo todo en una mísera y triste canción.




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