Cuento: La Loba.

La loba


Siento un cosquilleo en mis pensamientos. Me había hecho un corte profundo corriendo alrededor del cartel de Hollywood. Había caído sobre unas zarzas aquella tarde y, ahora, la noche ha abierto la herida. Mi sangre goteaba sobre el barro, pero yo no me detenía en mi carrera diaria de vueltas en círculos.

Ya una vez encontré una gema por estas tierras, razón por la que, a pesar de mi ideología comunista, sabía que me podía hacer millonario explorando la zona y guardándome las piedras preciosas enterradas en este lugar.

Fumando mi tabaco Rubio con boquillas biodegradables, espero la llegada de los visitantes que vienen pidiendo indicaciones y yo río histéricamente con el fin de espantarlos. Los amenazo con mis ojos de zafiro, diciéndoles que estoy cautivo en este paraje y que a ellos les puede suceder exactamente lo mismo si insisten en visitar el cartel.

Ahora, desangrándome bajo la letra “W”, me aprovecho de la llegada de un nuevo turista, un médico de renombrado apellido que puede servirme para el remiendo de mi piel rasgada. El doctor me traslada con una camilla a un valle y se ayuda de un espejo para inspeccionar el corte de mi vientre. La corriente de sangre que emana de mi cuerpo peludo alarma al profesional de la salud que se ha dignado a cuidar de una pobre bestia como yo.

Me traslada en su coche a la farmacia más cercana para comprar y aplicarme los medicamentos pertinentes. Los humanos observan mis curas apostando el destino que me espera: unos aseguran predecir mi muerte inminente, otros se lamentan por mi estado y una mínima parte de ellos piensan que voy a salir adelante.

Un cirujano jefe, como es el hombre que me cose y embadurna de pomada mi herida, se percata de la extraña forma de mi abdomen. Guarda en el botiquín las herramientas quirúrgicas y las cremas antinflamatorias y examina mi cuerpo de arriba abajo. Cuál es su sorpresa que, cuando se da cuenta de lo que me sucede, dibuja en su rostro la sonrisa más sincera que he visto en un ser humano.

Comienzo a llorar y mi vista se deslumbra en cuanto abro los ojos y me encuentro en un enorme plató de televisión. Un montón de focos y cámaras me apuntan directamente a mí, y, además, noto cómo ya no hay suciedad en ninguna parte de mi cuerpo. Los veo también a ellos: un grupo de personas que ejercen su función como público del programa en el que, al parecer, soy la protagonista.

Quiero moverme a mi antojo, salir corriendo, rompiendo el vidrio de la ventana que hay detrás de mí, y volver a mi cartel de Hollywood, pero no sucede así. Recibo un jeringuillazo de anestesia, me quedo dormida y, al despertar con el puñado de aplausos de fondo, me percato de la presencia de dos nuevos protagonistas: mis gemelos desnudos, berreando y siento fotografiados por todos los asistentes.

Un señor con bigote que habla en una lengua que desconozco pone a las dos criaturas a mamar de mis pezones. Todos, incluido él, no pueden creerse lo que están viendo: dos niños humanos han sido paridos por una licántropa en esta primavera hollywoodiense.


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