Cuento: Rocío.

Rocío


Estábamos en un aparcamiento desierto en algún lugar de la ciudad, cerca del centro comercial menos concurrido que conocíamos, cuando empezó a hacerme efecto el veneno que había inhalado. Miraba a Rocío fijamente esperando a que a ella también se le dilataran las pupilas. No sabía muy bien qué decirle, solo intentaba luchar por evitar que se me cerraran los párpados. Ella hacía lo mismo. Nos manteníamos las miradas, esperábamos, luchábamos por no quedarnos dormidas. Estábamos solas en mitad de la nada. Nadie podía hacernos daño. Nadie excepto nosotras mismas.

Y de repente, como un cliché de película, un estruendo terrible sacudió el coche en el que nos encontrábamos. El cielo crepuscular se llenó de nubes grisáceas y una manta de agua comenzó a caer sobre el techo del nuestro vehículo. Los cristales se empañaron por dentro y se mojaron por fuera. Todas las escenas apasionadas se parecen, pero esta estaba cargada de surrealismo y psicodelia, o al menos así la vivimos nosotras. Porque las cosas sucedieron así. Porque no sabíamos lo que nos iba a ocurrir esa noche. Y no estábamos preparadas para ello.

Cuando leas esta historia adolescente y sin sentido, no te preocupes, sabemos que nadie es capaz de creérsela. Si quieres puedes olvidarte de nosotras, será lo mejor que puedas hacer para no volverte loco. Tómate un refresco, un plato de macarrones con tomate o lo que te apetezca; revisa tus redes sociales (lleva cuidado, porque la realidad supera a la ficción); apúntate a un curso de manipulador de alimentos o de informática. No sé, haz algo útil con tu vida, porque nosotras no vamos a poder aportarte demasiado. Al principio puede que pienses que lo que nos pasó fue un hecho real y comprensible (tratándose de un par de jóvenes con ganas de experimentar), pero todo se irá complicando tanto que ni nosotras mismas vamos a ser capaces de explicarlo bien en estas páginas.

Volvamos ya al aparcamiento, al viejo Seat Ibiza blanco de mi abuelo. Nos subimos en el coche tras un largo día de fiesta en un recinto especialmente creado para ello en el campus universitario. Íbamos algo ebrias, pero éramos capaces de articular palabras sin parecer unas sordomudas con un pésimo foniatra y también podíamos caminar en línea recta, así que nos vimos capaces de trasladarnos a aquel aparcamiento cercano sin vigilancia en el que queríamos continuar con la fiesta.

Ya estábamos en primavera, a mediados de abril, y aunque no hacía mucho frío, la temperatura del interior del coche aparcado al sol durante todo el día provocaba un gran contraste con los casi quince grados de la calle a las nueve y media de la noche. En aquel momento en realidad el tiempo que hiciese nos daba absolutamente igual. No sé para qué lo hemos detallado, lo que hemos contado antes de la lluvia tenía más relevancia para la historia que esto. Da igual. En resumen: hacía frío fuera, y llovía, pero nosotras estábamos calientes dentro del coche.

Rocío no sabía que mi coche podía llegar a ser tan acogedor. Se dejaba caer sobre mi hombro mientras contemplaba las gotas de lluvia que golpeaban la ventanilla. Yo no la conocía de nada, pero sabía que mentalmente las estaba contando y seguía el recorrido de algunas de ellas por el cristal. Parecía fascinada, como si jamás en su vida hubiese visto llover. Yo me centraba en las líneas de la palma de su mano derecha. Las rozaba con mis dedos, me paseaba por ellas, me parecían extraordinarias, jamás en mi vida había visto unas manos con tanto detenimiento. Ambas estábamos en otro mundo, apartadas del mundanal ruido, en un lugar ameno que pertenecía a un universo paralelo, en otro multiverso, donde habíamos decidido no bajar juntas al aparcamiento. Estábamos juntas en aquel coche, pero nos habíamos alejado tanto que incluso cada una de nosotras se encontraba en una dimensión diferente.

Sus ojos verdes brillaban dentro de su rosado y encendido rostro, tanto que me perdía cada vez que me paraba a mirarlos. Ella era preciosa, y no era consciente de ello. Yo no me atrevía a decírselo, simplemente la miraba, trataba de transmitírselo a través de mis gestos, de mis sonrisas. Pasé de jugar con sus manos a acariciar cada facción de su cara. Desde su frente a su barbilla, pasando por sus párpados, sus pómulos, su nariz y sus labios. Me detuve en su nariz, recta y afilada, y sobre todo en sus labios, pues deseaba con todas mis fuerzas que rozaran los míos en algún momento de la noche. Estaba esperando. No sé a qué. Pero esperaba. Al fin y al cabo, en algún momento sabía que iba a tenerla entre mis brazos.


Cabe deciros ahora quién soy yo, ya que me he salido del plural y he sacado a Rocío de la narración de esta historia. Pues bien, mi nombre no importa realmente, ella, Rocío, es la verdadera protagonista. Supongo que me iréis conociendo conforme vaya transcribiendo los hechos que nos sucedieron a Rocío y a mí. Pero sí os diré una cosa: yo no era nadie, y sigo sin serlo.

Puede que a veces exagere al hablar de ella, de Rocío, no obstante, quiero que la conozcáis de verdad. Ella no era perfecta. No era una mujer angelical y divina a la que adorar cual musa renacentista. No era una princesa ni una dama en apuros. Tampoco era inteligente e ingeniosa, con una retórica impecable. No era la personificación de ningún valor o característica concreta. Era Rocío, sencilla y preciosa, capaz de hacer reír hasta a los linces ibéricos, y con una mentalidad anarquista implacable. Ella nació con la idea categórica de que el mundo estaba lleno de locos y de que ella no era la líder, sino una más de ese manicomio. 

Verla a mi lado constituía un placer especial. Observar cómo el veneno consumía a Rocío al tiempo que hacía lo mismo conmigo me proporcionaba una sensación de paz y gozo que nunca había sentido con nadie nunca. Era como mirarse en un espejo distorsionado. Con aquel botecito dentro de su puño izquierdo y agarrando mi mano con la mano derecha, conocí a la Rocío más relajada y atractiva que existía. Con mi mano izquierda agarrando su mano derecha y mis dedos de la mano derecha paseándose por su pecho, conocí a mi yo más calmado y, a la vez, electrizado que existía. Sabía que drogarme con aquella chica no era una buena idea, al contrario, era la elección más osada que había tomado en mi vida. Pero era Rocío, y estaba conmigo, y ya nada más me importaba.

Rocío era en ese momento el único ápice de luz que había encontrado en mi oscura vida, era el fuego que tanto tiempo había estado buscando descubrir para salir de mi caverna. Yo era una joven ciega que necesitaba de sus ojos. Era una joven muda que necesitaba de su boca. Era una joven solitaria que necesitaba de su compañía. Rocío era lo que yo necesitaba, la había visto a lo lejos, bailando reguetón con sus amigas, sosteniendo un vaso de litro con vodka y algún refresco de limón barato de supermercado, alimentando mis ganas de sentirme viva por primera vez en mi vida a su lado.

Cuando Rocío despertó tras el trance aquella noche fugaz de primavera, se encontró con la cabeza apoyada en mi regazo, convertida en un animal indefenso, incapaz de levantarse y escapar de mi automóvil. No me veía, me había vuelto una mujer invisible, pero sí me sentía. Notaba el roce de mis dedos por sus piernas desnudas. Era consciente de que había regresado a la realidad, de que se había vuelto de carne y hueso. Ella sabía que yo estaba allí, aunque se negara a verme. Quería pensar que solo era una invención de su imaginación, una imagen maternal que cuidaba de ella durante su enloquecimiento causado por las drogas. Veía cualquier cosa en mí, menos a una totalmente desconocida.

Allí, en ese instante, fue cuando me enamoré de Rocío. Sin ninguna explicación, sin pararme a pensar en el por qué, supe que Rocío iba a ser el amor de mi vida. Me negué a perderla, a que desapareciera de mi vida como ya habían hecho muchas otras personas en su situación. Así que cerré el coche, bajé los pestillos y nos quedamos atrapadas en esa estructura metálica acolchada y caldeada por nuestro calor corporal. Esa noche me convertí en la dueña de su ritmo, de sus ojos, de su nariz, de su boca, de sus manos, de toda ella. La dejaba dormir sobre mí sin mover ni un solo músculo para que no se percatara de mi miedo, del pánico que me daba que saliera corriendo de aquel aparcamiento. Esperaba que fuera consciente de que para mí ya no existía un ayer ni un mañana, sino un ahora con ella para siempre.

En este punto de la historia ya habréis pensado que estaba perdiendo la cabeza, que mis pensamientos se iban tornando cada vez más enfermizos y obsesivos. Pero yo no soy mala ni desagradable. No pensaba secuestrarla y encerrarla para tenerla para mí sola, porque yo me había enamorado de la Rocío libre e independiente. No quería esposarla a mí y alejarla de todo lo que ella quería. Solo pretendía que ese momento no terminara nunca. Que Rocío sintiera lo mismo que yo y no quisiera marcharse. Quería que fuéramos unas locas perdidas juntas. Al final ella acabó siendo la perdida y yo la loca. Y si tú eres el lector, tienes que saber por qué Rocío se perdió y cómo me encerraron a mí por su culpa. Os cuento esto desde la soledad más absoluta. Anhelo aquella noche casi tanto como mi teléfono móvil, así que no os extrañéis si me recreo en los detalles más insignificantes sobre cómo era Rocío. Prosigamos.


Ese día en el aparcamiento lo recordaré siempre como el más feliz de mi vida. Quiero que lo tengáis claro. Porque no había nadie más allí, solo estábamos Rocío y yo, y a mí eso me hacía la chica más feliz de la Tierra (o de aquel Universo en el que nos habíamos sumido gracias a las drogas). No teníamos hambre, ni sed, ni sentíamos nada que no fuera energía indefinida. Ella abrazaba sus rodillas intentando buscarle una explicación a aquel viaje que había vivido. Yo examinaba cada poro de su cuerpo y respiraba profundamente, conteniéndome de darle un abrazo, porque notaba que estaba agobiada y que quería estar sola. Sola, pero conmigo.

Las sutiles gotas de lluvia que minutos antes caían despacio por los cristales se convirtieron en jarras de agua fría golpeando con fuerza el vehículo en el que nos encontrábamos. Una tormenta nos había aislado aún más del mundo exterior. Rocío no se iba a ir corriendo y eso me dejaba más tranquila, me aliviaba saber que la naturaleza se había puesto de mi parte para mantener a Rocío cerca de mí.

Nadie sabía que estábamos allí. Nos habíamos conocido por una casualidad (que yo había forzado). Me acerqué a ella mientras se contoneaba sensualmente junto a otra chica, una de sus pelirrubias amigas, y en cuanto me vio llegar a su círculo, se detuvo y me cogió de la mano. Un hervor subió desde mis pies a mi cabeza y lo único que se me ocurrió hacer fue lanzarme a darle un abrazo. Apreté mi pecho contra el suyo, su corazón estaba tan o más acelerado que el mío, y me dio un beso dulce en la mejilla. Hacía mucho que no nos veíamos. Nunca nos habíamos visto tan de cerca en realidad. Solo habíamos intercambiado saludos tímidos en los pasillos de la facultad o miradas furtivas en alguna fiesta universitaria. La sentía tan cerca de mí, no podía dejar de temblar. Ella estaba tan sosegada, controlando la situación, llevando las riendas de una insulsa conversación sobre el alcohol, la música y la gente que había a nuestro alrededor. Me abrazó varias veces. Yo estaba cada vez más excitada. No quería que se fuera a bailar con sus amigas. No quería volver con mis amigos. Quería que me abrazara una y otra vez, que me besara todas las veces que le fuera posible, que se contoneara conmigo y se olvidara de todos los demás. E, inexplicablemente, me cogió de la mano y me pidió que fuéramos a un lugar apartado, porque, según ella, teníamos mucho de que hablar. Se despidió de sus amigas, yo no le dije nada a los míos, y fuimos hasta los aseos portátiles, cerca de una de las salidas del recinto. Me volvió a abrazar, y esta vez no se separó de mí. Su aliento embriagado calentaba mi oreja y sus manos bajaban de mi espalda a mi culo muy despacio. Yo jugaba con algunos mechones de su melena negra y escuchaba su palabrería barata sobre todas las veces que había deseado estar así conmigo. Rocío iba borracha, de eso no había duda, pero no siempre los niños y los borrachos dicen la verdad, así que todo lo que me decía me sonaba a chiste. Por ello, lo único que hacía mientras ella ponía excusas y me agarraba del culo era reírme y seguirle el juego. Un juego que yo había deseado iniciar y que nos llevó a mi coche media hora después.

Una vez que Rocío dejó de temblar en el asiento izquierdo de atrás de mi coche heredado, conseguí tomar su mano de nuevo y acercarla a mí poco a poco. Ella se dejó atraer y se refugió entre mis brazos como una niña asustada. Un gesto instintivo por mi parte nos llevó a estar frente a frente, acompasando nuestras respiraciones, buscándonos el alma a través de los ojos de cada una. Logré sacar a Rocío de sus ojos verdes y la pude ver sonreír, aunque tímidamente. Yo esbocé también una sonrisa, más amplia que la suya, y me atreví a rozar su mejilla con mi mano derecha. Ella respiró hondo y su piel se erizó. Yo disfruté de ese momento, de ese silencio sincero. Rocío estaba más guapa que nunca, y ella era consciente de ello. Su coquetería no iba a desaparecer por mucho que el miedo que la estuviera invadiendo. Yo lo sabía, a pesar de no conocerla demasiado. Me abrazó otra vez, quería sentirme aun más cerca y yo no iba a poner ningún impedimento para ello.

Rocío miraba a su alrededor, estaba pendiente de lo que pudiesen pensar los asistentes a aquella fiesta. Lo que no sabía Rocío era que el problema no eran los demás, sino ella. Su actitud descarada de tocarme el culo, rozarme el cuello con sus labios, hablarme su mentalidad abierta a experimentar… yo solo quería que se viniera conmigo, alejarla del barullo y mostrarle que había algo más que apariencia. En su mundo de postureo y popularidad no cabía el que dos chicas pudiesen estar enamoradas. Yo no lo estaba en ese momento. Pero sí lo había estado otras veces. Ella solo quería divertirse, conocer el mundo en el que yo vivía, pero no para quedarse dentro, sino para salir y contarle a los demás en sus redes sociales lo fabuloso y especial que era, lo valiente que había sido por haberse sumergido en él. Rocío quería a una chica, no me quería a mí.

La tormenta no aminaba, Rocío había decidido poner algo de música en la radio del coche y a mí me alegraba la vista tener su culo delante de mí moviéndose cuando se acercaba más al aparato y cambiaba una y otra vez de emisora hasta encontrar la que más le gustaba. Acabó dejando una de música comercial, una canción lenta con partes electrónicas y una base parecida a la del reguetón, muy del estilo de Rocío. Me lanzó una mirada para ver si aprobaba su elección y yo asentí. Ella se había convertido en mi niña consentida, todo lo que dijera o hiciera me iba a parecer bien. Rocío era encantadora, pero no en un sentido cursi, sino en lo que se refiere a encantadora de serpientes. Con su mirada podía obligar a los demás a hacer lo que ella quisiera, podían manipularnos y hacernos comer de su mano. Así que, aquella noche en aquel coche blanco, Rocío me hipnotizó hasta conseguir que le besara. Lo hice lentamente, saboreando sus labios con suavidad, temiendo que esa fuera la primera y última vez que me dejara probarlos. Cogió mis manos y las llevó hasta sus muslos. Después, entrelazó sus dedos detrás de mi nuca, dándome el permiso que necesitaba para seguir besándola. Su nariz chocaba con la mía, al igual que su lengua. Me sentía plena, llena de vida, de esa luz que ella desprendía. Me dejé absorber por su gravedad, no quería ni podía separarme de ella. La agarré del culo y la atraje más hacia mí. La subí a mi regazo y dejé que su boca abandonara la mía y jugara con mi cuello. Rocío estaba disfrutando, gemía cuando apretaba sus nalgas y vibraba sin control alguno sobre mis piernas. Decidió cogerme del pelo con una mano y bajar la otra hasta mi entrepierna. Rocío estaba preparada para ser mía. Y en aquel momento tuve que ser yo quien dijera que no.

Pero no lo hice.


Rocío se fue a decirle a sus amigas que se iba a casa porque estaba muy cansada. Ellas le insistieron en que se quedara, que aún era pronto y que no iba a ser lo mismo sin ella. El ego de Rocío no tenía límite, siempre en el escalón más alto, mirando a los demás por encima del hombro. Le dijo a sus amigas que lo sentía, pero que tenía “otros planes”. Les guiñó un ojo y todas captaron el mensaje con risas pícaras y preguntas chismosas. Rocío volvió conmigo, se acercó a mi oreja sensualmente y me susurró: “llévame contigo”. Y le hice caso. Yo no tuve que avisar a mis amigos, ellos entendieron sin necesidad de palabras que Rocío iba a ser mía y que yo no iba a volver.

Salí corriendo por el aparcamiento buscando un lugar donde resguardarme de la borrasca. Iba todavía en ropa interior, descalza, con el maquillaje corrido y tiritando exageradamente. Entré al centro comercial, estaban a punto de cerrar y no podía quedarme allí durante mucho tiempo. Ella estaba en el coche, tenía que volver con ella, armarme de valor y enfrentarme al problema. No podía dejarla sola en mi coche bajo una tormenta así. Me temblaban las manos, las mismas con las que había estado acariciando cada parte de su cuerpo, las mismas con las que habíamos jugado durante dos horas, las mismas que estaban manchadas de sangre, de su sangre.  Necesitaba mi ayuda y yo había huido. Lloré, salí de nuevo bajo la lluvia y lloré. Tanto que confundía las gotas de lluvia con mis lágrimas, tanto que me ahogaba, tanto que me desmayé.

Su cuerpo era de porcelana, suave y rosado. Ella era adictiva, era incapaz de no tocarla, de no besarla. Era mi debilidad, pero también me hacía ser más fuerte. La apretaba contra mí, la manejaba a mi antojo, la dominaba. Y ella se dejaba guiar, aprendía de mí todo lo que no había hecho con los chicos. Tocaba donde yo le decía, me besaba cuando yo se lo ordenaba. Se subía encima de mí tratando de llevar las riendas, mas yo me la quitaba de encima, le tapaba la boca y ejercía mi poder. Era mía, y tenía que empezar a entenderlo de una vez por todas.

Desperté en mi coche, Rocío no estaba. Me asomé a la ventanilla y la vi correr hacia el centro comercial. Iba en ropa interior, descalza, con el maquillaje corrido y tiritando bajo la tormenta. Se refugió en el edificio, pero al poco tiempo la vi salir de nuevo al exterior. Tenía las manos manchadas de sangre, lloraba desconsoladamente y, de pronto, cayó inconsciente sobre el asfalto de la carretera. Salí del vehículo cojeando. Miré mi costado. En efecto, llevaba clavada una navaja en un lado del vientre. Me costaba respirar. No podía correr. Pero lo intenté. Por Rocío. Porque necesitaba mi ayuda. Y, aunque con dificultad, conseguí llegar a su lado. Comprobé si respiraba poniendo mi oreja sobre su pecho y, afortunadamente, estaba viva, estaba bien. Le pegué una cachetada en la mejilla para que reaccionara, era incapaz de llevarla hasta el coche sin su ayuda. Mi vientre seguía sangrando. Rocío no despertaba. Mi vientre. Rocío. Necesitábamos ayuda. Mi vientre. Rocío. Y caí sobre ella, perdí el conocimiento.


Comentarios

  1. estoy enganchao a tus textos mas que al diazepam

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    1. Graciassss, eres una de las personas que más me animan a seguir con el blog!!

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