Cuento: La Actriz.

La actriz


Fumaba sola frente a mis cortinas de flores, con la luz apagada, pero con el rostro a todo color. Bebía de una petaca metálica, vieja y demasiadas veces rellenada. Vestía un vestido negro con escote corazón, con las mangas hasta el codo y el largo hasta la rodilla. Mis labios estaban pintados de rojo, aunque ya estaban corridos, al igual que el rímel de mis pestañas. Me desnudaba despacio para nadie y me ponía un albornoz blanco que parecía ser recién comprado (o robado de un hotel de cinco estrellas). Llenaba la bañera a rebosar y enchufaba mi secador junto a esta.

Me miraba al espejo en busca de las imperfecciones de mi cara y de mi cuerpo; las repasaba una a una y las rozaba con mis dedos para cerciorarme de su presencia. Odiaba mi belleza impostada, mi locura genuina, y la ridiculez absoluta de mis gestos me aburría. Fumaba de nuevo frente a mi reflejo, observando el humo grisáceo entrando y saliendo de mi boca y de mis fosas nasales, y sintiéndolo colarse en mis pulmones ennegrecidos por el vicio.

Me asomaba a la ventana, secador en mano, riendo exageradamente y gritándole al mundo que iba a lavarme el pelo. Mis berridos provocaban carcajadas falsas en mis vecinos, que ya me aguantaban como un caso perdido. Yo no dejaba de sonreírles y de mostrarles mis mejores muecas seductoras.

Volvía al interior de mi apartamento y contemplaba los cuadros colgados con fotografías mías de los estrenos más glamurosos y pomposos de mis películas. En ellos siempre aparecía sonriendo y con mis mejores galas: vestidos blancos, caros, elegantes y sensuales; eran mis armas de conquistar a los espectadores.

Regresaba a mi ventana y me desnudaba bajo la luz de unas estrellas posiblemente ya muertas y apagadas hacía siglos. Pensaba en los hombres, en todos aquellos que no me merecían y que me habían convertido en un payaso de feria, en un objeto valioso y precioso que todos envidiaban. Le di las buenas noches a mi vecindario (para mí en aquel momento ese barrio simbolizaba el mundo entero).

No había podido sobrellevar el amor. Mis besos al aire estaban vacíos de cariño. La depresión que había provocado mi sobreactuación me había atado de pies y manos. Mi juventud se desvanecía, y con ella iban a desaparecer el resto de mis lujos, de mis fans, de mi poder y de mi libertad.

Así que me sumergía en mi bañera y lanzaba mi secador al agua, produciendo en la instalación eléctrica de mi hogar un cortocircuito. Una pequeña chispa convertía el agua en el que yo estaba metida una corriente mortal. Mi corazón dejaba de latir y no sentía dolor alguno. Me quedaba dormida en aquella bañera y no despertaba nunca más.



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