Cuento: El Prisionero.

El prisionero arrancó uno a uno los pétalos de la margarita mientras observo con poco interés la panorámica de la ciudad Argentina de Buenos Aires, tierra que mis antepasados italianos pisaron hace siglos para labrarse un futuro económico positivo. Recorrieron el atlas entero hasta encontrar la tierra más grande y preparar el terreno para sus descendientes, esto es, para mí, un expresidiario sin ocupación alguna y con la cabeza llena de castillos de arena. Y ahora, siendo un acuario a la fuga, solo me queda una cesta de mimbre, una estampilla de la Nuestra Señora de Luján y una flor a punto de ser deshojada. Aun habiendo saltado de varios pisos huyendo, aun habiendo escalado y saltado la muralla que me separaba del exterior de la cárcel, nunca voy a poder ser quien era. No podré recuperar mis coches de gran cilindrada, no superaré mi actual claustrofobia causada por el encierro, no recuperaré jamás mi prestigio como cirujano plástico.

Me echo una siesta en el asiendo del avión del que deseo lanzarme como un kamikaze. Vislumbro a lo lejos a seres humanos pequeñitos sintiéndome en un pedestal alto. Pero sollozo y doblo mi cuerpo en dos por el dolor que siento dentro. Apoyo mi cabeza sobre la tabla que pretenden que use de mesa para comer durante el vuelo. Golpe inconscientemente con la palma de mi mano el reposacabezas del tripulante que tengo delante.

Mi miedo a los espacios cerrados se incrementa a cada minuto que transcurre mi viaje; es como si estuviera de nuevo en esa jaula, planeando mi fuga gracias a lo que había aprendido del folklore y de las películas anglosajonas. En mi celda pude trazar el mejor plan de escape de la historia. ¿Y dónde estoy a día de hoy? Rodeado de turistas que solo quieren ir al Caribe para nadar en aguas cristalinas y disfrutar de su estancia en islas paradisiacas. ¡Qué rabia! Toda la disciplina que he tenido que aprender para recuperar mi libertad y me encuentro en el mismo punto que unos matrimonios recién establecidos que se preocupan porque no encuentran un imperdible.

Trabajé codo con codo con Monito, mi compañero en el comedor de la prisión. Él me habló sobre cómo sería mi vida en el lado de allá (ahora de acá). Encendió la mecha para que en poco tiempo mis ansias de fuga explotaran. Lo último que supe de Monito fue que se había ahogado al intentar tragarse un racimo de uvas entero de una. Ese día aproveché el luto para robar indumentaria de los funcionarios y colarme por los filtros de la piscina del gimnasio. Las cosas salieron tal y como Monito me dijo y tal y como yo había estratégicamente intuido. No hice ruido, no removí las aguas y no me rompí ni un solo hueso.

Después del Caribe, pienso viajar a Rusia para deslumbrarme con los mosaicos de sus estaciones de metro, no sin antes pasar por Cuba para hacerme con una caja bien grande de puros. Retomaré mis hábitos deportivos. Me haré profesor de medicina en la Nueva Unión Soviética. Y por fin podré recuperar el dinero que dejé guardado en mis tarjetas de crédito ilegales que envié a mi tierra natal: Italia. Allí, en esas naciones europeas, todos se arrodillarán ante mi apellido.

Una gota cae de mi ojo derecho a mi boca; sabe a sal y a pureza. Mis manos están arrugadas como las ondas que forman las olas del mar. Mi boca está seca y bajo mi lengua ya no está la pastilla que dejé antes de partir. La humedad está triturando mis pulmones: lo hincha y los hace explotar en mil pedazos. Mis dotes de estufa humana desaparecen segundo a segundo y se sustituyen por desgarros y moratones en la piel a consecuencia de las bajas temperaturas. Miro hacia arriba y sigo viéndome entre rejas. Lejos está ya el pantano que visité o las voces del locutor de radio al que escuché antes de subir al avión.


El agua de la piscina se ha hecho cargo de mis sueños y los ha machacado en mi cabeza antes de obligarme a abandonar este mundo. Veo a Monito y le sonrío sabiendo que él es el único que es real ahora mismo. 

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