Cuento: La Mancha.
La mancha
Mi
amigo gritaba a todo pulmón en el asiento del copiloto al verme tan alterada
por lo que él consideraba una simple y minúscula mancha de café que para nada
era pequeña, sino que cubría todo mi escote. Frené el coche sin fijarme
siquiera en el vehículo que llevábamos detrás, en seco y con una histeria
anormal que hasta al resto de los conductores les pareció que me había vuelto
loca.
Los
granos que adornaban mi bebida hacían una carrera por mi camiseta y mi piel
estaba emanando calor a consecuencia de las quemaduras que me había provocado
el líquido recientemente preparado en una conocida franquicia de cafeterías
americanas. Mi compañero me tuvo que ceder su campera después de, exasperada, haberme
sacado frente a los espectadores que se habían reunido para observar mi
humillante situación la camiseta. Aquellos que estaban descargando su ira hacia
mí por el retraso que les había provocado en sus rutinarias vidas, ahora
estaban boquiabiertos tras haberme visto las tetas. Este momento podría llegar
a aparecer en mis memorias; el historiador de turno de mi época registraría
esta bochornosa escena en los libros de texto del futuro. Y, probablemente,
sería mi amigo el acoplado el que informaría y detallaría lo sucedido al estudioso
para que no se le pasase nada.
Las
campanas de la catedral comenzaron a replicar y yo ya no temía a mi colega, no
temía por mostrar mis vergüenzas a todo el mundo, pero sí que me asustaba la idea
de llegar tarde a mi destino. Tarde y semidesnuda. O tarde y manchada de café
con caramelo. Mi intento fallido de postureo y elegancia que había hecho
lubricar a la mitad de los observadores de mi patético acto de torpeza no
provocarían esta misma reacción para nada en la persona que me estaba
esperando.
Recién
llegada de Londres, con una sensación de victoria por regresar a mi ciudad de
origen, y lo primero que me pasaba era esto. Me había manchado hasta los
zapatos que me compré para una estúpida ceremonia de graduación hacía años. La
suerte no me estaba acompañando, y ya llevaba siglos aguardando a una
oportunidad como esta. Hasta adelgacé varios kilos por los nervios, pues solo
me entraban platos de macarrones y verduras del marcado de abastos. Era un
crimen desperdiciar todos los sacrificios que había hecho para llegar hasta
aquí.
Con
las notas que me había preparado para la entrevista empapadas de la bebida
marrón maldita, los pechos prácticamente al aire colgando como ubres de una
vaca para el deleite de las sardinas del público asistente a mi espectáculo y
con un soldado amigo a mi derecha atrapado en la vergüenza de ser cómplice
directo de mi show improvisado, decidí estacionar el coche en el hueco
más cercano (en carga y descarga) y dirigirme a toda prisa a la lavandería más
cercana, aquella conocida como “Lavandería Roma”, característica por su fachada
de ladrillo visto y una enorme rueda imitando a una noria. Allí aceptaron “hacer
lo posible para quitar la mancha”, una tarea que les pareció complicada al
principio, pero que realizaron rápida y eficazmente ante la imagen de mis grandes
pechos de silicona al descubierto apuntando hacia los trabajadores del lugar. La
camisa quedó decolorada, ya no era blanca, sino que había tornado a un beige
poco refinado. Las campanas seguían sonando y a mí me entraron unos horribles
gases por la ansiedad que estaba sintiendo.
Las
quemaduras empezaron a preocuparme en el momento en el que salimos mi amigo y
yo de la lavandería. Por desgracia, no había sido prevenida, y no llevaba en mi
bolso ninguna crema hidratante con la que aliviar el dolor. Además, seguro que
me iba a quedar una marca y, posteriormente, una cicatriz feísima en el
vientre. Mi sueño de ser modelo se había ido al traste por una simple y
minúscula mancha de café.
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